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‘Antígona’

 

 

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Antígona

«Hay muchas posibles maravillas pero ninguna más terrible que el hombre.» Sófocles.

Este es uno de los muchos mensajes que nos trae Antígona, una magnífica obra teatral escrita por Sófocles y representada cinco siglos antes de nuestra era.

Fue un viernes, 2.500 años después, cuando tuve el privilegio de ensimismarme durante su representación. En esta ocasión, gracias a la coproducción de El Desván Producciones, Festival Internacional de Mérida y Teatro Español, el lugar elegido para la ceremonia se situó en Madrid, en las Naves del Matadero.  Deseo que tengáis la posibilidad de disfrutarlo, allá donde estéis.

No será como para aquellos griegos de entonces, en anfiteatros al aire libre y con capacidades que podían superar los veinte mil espectadores, aunque sí con el éxito que actualmente corresponde, con llenos hasta la bandera y salvando todos los protocolos pautados por la pandemia Covid 19.

Miren ustedes el grado de estimulación que me produjo el espectáculo que, estando yo hoy más vago que una lagartija a la sombra y siendo consciente de que tal vez no sean más de dos personas quienes me lean, aún así y por si alguna de las que lo haga no se ha empapado de Sófocles, voy a esforzarme para que acuda al espectáculo conociendo todos los pormenores de la tragedia que se representa.

La primera premisa a considerar, es que lo importante de estas tragedias radicaba en la pretensión de no darse al regodeo con el dolor ajeno sino para que aprendamos a evitarlo en nuestra conducta como viajeros de una presumible civilización cultivada. Claro que, además, también les ocupaba el interés por salvaguardar la recién estrenada democracia ateniense. Aquí no trato de hacer voz para llevarles al lamento por la fallida democracia que  estamos viviendo nosotros, puesto que se trata de la que hemos querido y por la que asistimos impotentes al fantasmagórico circo que nos cerca para hacernos cautivos del embrujo que nosotros mismos hemos preparado o, cuando menos, permitido.

Todas las tragedias griegas tienen en común denominador, historias de parricidios, matricidios, filicidios, uxoricidios, incestos, infanticidios, rebelión contra los dioses o contra la tiranía del estado, pederastia y todo lo que sujete al espectador en la fascinación de un exorcismo para evitarnos caer en tales desgracias. En virtud de este propósito, acompañémonos en un repaso por dos obras de Sófocles que reflejan los sentires de nuestros ancestros en la Edad de Hierro. Veamos en qué hemos evolucionado o continuamos estancado como especie.

‘Antígona’

Antígona, hija y hermana del rey Edipo, encarna uno de los mejores dramas dentro de la tragedia griega. Recordemos que Edipo, obra escrita con anterioridad, era hijo de un rey mítico de Tebas y de la reina Yocasta. Las desgracias de esta estirpe son el resultado de una maldición que cayó sobre el rey Layo, por quebrantar las sagradas leyes de la hospitalidad,al violar a un joven que terminó dándose al suicidio por ahorcamiento. A causa de esta afrenta, el padre del joven pidió a los dioses un castigo para el violador. Así, el día que el monarca acudió al oráculo, allí recibió el vaticinó de que si alguna vez engendrase un hijo, el niño, una vez adulto, le mataría. Días más tarde, Su Majestad mantuvo relaciones carnales con su esposa. Como fruto del acto engendraron un hijo que quedaría sin nombre. Temerosos de la profecía, al nacer el niño fue atado de pies y manos con telas y entregado a un pastor para que lo abandonara en cualquier lugar alejado de la humanidad. Creyendo que nadie recogería al recién nacido, esperaban eludir el augurio del oráculo, ya que matarlo hubiera significado ante los dioses una impiedad mayor que la de abandonarlo a su destino, aunque este y en tales condiciones igualmente significara el óbito. Dejado en el monte Citerón, el destino quiso que fuera hallado por otro pastor que lo recogió y entregó a Pólibo, rey de Corinto. Mérope, esposa de Pólibo y reina de Corinto, se encargó de la crianza del bebé que, por tener los pies hinchados debido a las ataduras, quiso llamarle Edipo «pies hinchados”.

Antígona
Fernando Cayo e Irene Arcos | DIEGO CASILLAS

Al llegar a la adolescencia, por el extraño rumor que le llegó de un amigo y para librarse de la incertidumbre, visitó el Oráculo de Delfos. Allí, en lugar de ser atendida su pregunta, fue donde los dioses golpearon su inocencia hablándole del destino que le aguadaba: “matarás a tu padre y te casarás con tu madre”. Edipo, creyendo que sus padres eran quienes lo habían criado, para huir de tal destino decidió no regresar a Corinto. Yendo de camino a Tebas, en un cruce de senderos se encontró con un grupo de mendigos que viajaba a Delfos. Se trataba de Layo y su séquito que, disfrazados, se dirigían hacia el oráculo para pedir el milagro de acabar con la peste que asolaba su reino. Polifontes, uno de los miembros de la comitiva, ordenó a Edipo, con malas formas, que cediera el paso retirándose con sus caballos. Ante la demora del indignado y solitario viajero, el mensajero de Layo dio rienda suelta a su prepotencia y mató uno de los caballos del joven desconocido. Nada pudo contener la cólera desatada en Edipo que, con suma agilidad e inusitada destreza, en un santiamén sesgó la vida del prepotente matarife, acabó con la vida de los miembros de la escolta y con la del mismísimo rey. Tan solo un miembro del séquito consiguió huir.  La primera premonición del oráculo había hecho presencia para los dos. En Layo por ser el asesinado, en Edipo por consumar el parricidio. ¿Quién iba a suponer que se enfrentaban padre e hijo?

El rey de Tebas pasó a ser Creonte, cuñado de Layo, hermano de su esposa Yocasta y padre de Hemón.

Más tarde, antes de llegar a su primer punto de destino -allí solo comería y reposaría para recuperar fuerzas antes de proseguir en su alejamiento de Corinto-, Edipo se encontró con una esfinge. Se trataba del monstruo enviado por Hera, diosa celosa y vengativa que perseguía con odio a las amantes y a los hijos extramatrimoniales de su infiel esposo Zeus. La esfinge estaba guarecida en el monte Ficio y atormentaba al reino de Tebas, además de dar muerte a todo aquel que no pudiera adivinar sus acertijos. A la primera adivinanza que, Edipo, hubo de responder “¿Cuál es el ser vivo que cuando es pequeño anda a cuatro patas, siendo adulto anda a dos y cuando es mayor anda a tres?”, contestó correctamente, diciendo que es el hombre: “Cuando el hombre es un bebé gatea, camina con sus dos piernas cuando es adulto y cuando es anciano se apoya sobre un bastón”.

Dispuesto a no darse por derrotado, el monstruo lanzó otro acertijo: “Son dos hermanas, una de las cuales fecunda a la otra y, a su vez, es engendrada por la primera”. Nuestro protagonista contestó: el día y la noche. Furiosa, la esfinge se suicidó lanzándose al vacío. Por esta hazaña, Edipo pasó a ser considerado el salvador de Tebas y, como premio, también fue nombrado rey.

Cumpliéndose la segunda parte de la profecía, o de la maldición, Edipo se casó con la viuda de Layo, Yocasta, su verdadera madre. Con ella tuvo cuatro hijos: Polinices, Eteocles, Ismene y Antígona. Los dos hermanos se enfrentaron más tarde entre ellos a muerte, lucharon por el trono tebano.

Aquí es donde pasamos a la siguiente obra de Sófloques, Antígona. Y lo hacemos arrancando como ha querido el autor, de conflicto en conflicto. El primero, ya de entrada, entre las dos hermanas, Ismene y Antígona, a su vez hijas y hermanas de su padre. Ambas pujaban a causa de la tragedia que generó la muerte de sus hermanos, Polinices y Eteocles . Ellos expulsaron a su padre de Tebas y pasaron a enfrentarse por el afán de poder.

El conflicto entre ambas hermanas es un encono secundario dentro de la tragedia, lo mismo que el de los hermanos es solo un canto al macho cabrío.

Como elementos centrales del drama tenemos el enfrentamiento de dos grandes fuerzas antagónicas que luchan apasionadamente entre si y que se irán desplegando a lo largo de la obra para que vayamos esclareciendo qué posible respuesta o solución plantea la historia.

Una interpretación no es una simple diligencia, consiste en un análisis riguroso para extraer evidencias. Sobre ellas planteamos argumentos e hipótesis.

Eteocles y Polinices, acordaron compartir el trono un año cada uno, ya al primer año  se enfrentaron en una guerra porque el primero, llegado el momento de ceder trono, cetro y corona, no quiso pasárselo al segundo para cumplir lo acordado.

Polinices, dispuesto a no rendir su responsabilidad y derechos, pidió ayuda a una potencia enemiga de Tebas y asaltó su ciudad. Dado que en la batalla murieron los dos hermanos, otra vez Creonte recuperó el trono que nunca quiso.

El nuevo rey consideró que Polinices, al haber asaltado su ciudad y dado muerte a tebanos por una guerra civil, traicionó a la patria. En el contexto helénico esto significaba una falta altamente grave, por lo que pidió que el culpable fuera sancionado con el mayor de los castigos. Consistió en que ninguno de los habitantes de la urbe honrase con sepultura ni llanto, sino que lo abandonaran a su suerte para que el cadáver pudiera ser visto mientras era devorado por buitres y perros. Las honras fúnebres eran muy importantes para los griegos, el alma de un cuerpo que no fuera enterrado estaba condenada a vagar por la tierra eternamente y sin ser admitida en el Hades. Por contra y aunque Eteocles también quebrantó algo igualmente sagrado, la palabra dada era ley, injustamente el monarca impuso que fuera enterrado con todos los honores. Este es el compendio general del argumento, en la que ya vemos que Creonte emergió como fuerza central. Él era el rey,  el poder, y sin atender razones estaba dispuesto a ejercer el mandato con mano de acero.

Antígona se reveló y anunció que estaba dispuesta a enterrar a su hermano con sus propias manos. Ella era movilizada por el amor, el amor fraterno, por la importancia que le daba a ese vínculo familiar. En este código se manifiesta lo íntimo, el mundo privado, la esfera de los sentimientos y de los vínculos personales. A medida que va avanzando la obra vemos como esta mujer creía actuar legítimamente al cumplir con el mandato de las leyes de los dioses. Pero cabe preguntarse qué eran estas leyes de los dioses, qué significaban. Así le dijo a su tío, suegro y rey: No creí que tus órdenes tanta fuerza tuvieran para que, en gracia de ellas, pudieran los mortales quebrantar las leyes de los dioses. Que son eternas e infalibles. 

Trataba la cuestión de enterrar a su hermano como asunto cuestión inviolable. Era el derecho de honrar a los muertos, el derecho al duelo, el derecho a llorar y despedir a un ser querido. Este derecho, para Antígona, tenía la fuerza de una ley divina, además de representar el alto valor que le daba a sus convicciones internas.

A Creonte, en cambio, le movilizaba la patria, la ciudad, el estado, la ley, el orden como valor supremo. Lo externo.

Recordemos que Tebas venía de afrontar la peste y una guerra. Así le dijo su hijo y prometido de Antígona, Hemón: No existe una desgracia mayor que la anarquía, corrompe las ciudades, disuelve las familias, ahuyenta en la batalla a las huestes aliadas; con la obediencia, en cambio, vida y bienes se salvan. Por tanto es necesario que se acaten las leyes.

Estas son las dos fuerzas centrales que chocan en la obra; las convicciones y sentimientos personales por un lado, y las leyes de la ciudad por otro que, igualmente y aunque con distinto abanico de justificaciones, no dejan de ser convicciones y sentimientos personales. En todo caso, el discurso que ampara el conflicto trae como referente lógico la libertad individual y las restricciones que impone la autoridad. Tensión creciente entre lo privado y lo público.

Vale la pena recordar que el siglo quinto antes de nuestra fue el florecimiento de la democracia ateniense. Las confrontaciones de esta obra están en el corazón de aquella época, en si una monarquía era, soterradamente, igualmente un régimen totalitario como los precedentes a la democracia en Grecia. Este conflicto se diluye muy inteligentemente, casi parece que no alcanza a existir ya que el monarca, el tirano, concentra con más o menos delicadeza el poder en sí y por  ello hace suyo lo público, es decir, la fuerza, la ley que impone sin más discusión sobre los deseos y voluntades del individuo, el pueblo que queda sometido por ser súbdito. En este sentido la democracia es un sistema problemático, felizmente problemático porque juega con la ingenuidad, la misma que lleva el toro cuando sale libre al ruedo. Cada individuo cree tener legitimidad y se siente en posesión de un grado de poder, razón por la que necesariamente se genera  tensión entre la esfera individual y la pública.

El trabajo interpretativo para el espectador, el lector y el súbdito, consiste en identificar las preguntas que se desprenden de la privación. Por ejemplo, en una sociedad democrática ¿hasta dónde puede llegar el individuo con sus intereses, creencias y valores? Por otro lado, hasta dónde puede y debe llegar el estado con sus leyes, mandatos y prohibiciones.

En una sociedad democrática donde ambas fuerzas tienen que coexistir, deben hacerlo cada una desde su propia legitimidad pero, cuál es el límite entre ambas, qué le corresponde a cada una. Dicho esto, hay que ver de qué manera nuestros protagonistas abordaron como antagonistas este derecho,  con que rigor respondieron a estos interrogantes.

Vamos al texto, Antígona a Creonte: Si antes de tiempo muero, por ganancia lo tengo. Si hubiera tolerado que insepulto quedara el hijo de mi madre, de aquello me doliera. Si ahora te parece necedad lo que hice, tal vez solo un necio me acusa de ser necia.

La protagonista estaba dispuesta a morir por su causa, a no ceder. Decía que la condena no la afligía, más aún, la veía como una victoria. Si su firmeza ya era en sí un desafío a la autoridad, esto se acrecentó cuando se atrevió a insultar a Creonte, llamándole necio.

Qué gloria más resplandeciente podría alcanzar yo jamás, debió pensar ella, que si doy sepultura a mi hermano y por ello soy condenada a morir. Tenemos otra ganancia en Antígona, la gloria no le era indiferente. Sabía que su muerte le convertirá en símbolo de una justicia más alta que la de las leyes mundanas, en icono de lealtad a unos ideales superiores, a valores Universales. Estos resultaban puntos de apoyo muy seductores, el derecho a llorar y despedir a los muertos y la gloria personal para resplandecer como el oro. Una gloria que no se alcanzaba fácilmente, estaba reservada para quienes acometieran acciones superlativas, radicales.

Por parte de Creonte, escuchemos lo que le dijo a su suplicante hijo, cuando este una vez más imploró el perdón para su amada y prometida: Hemón, a aquel que la ciudad colocara en el trono se debe obedecer hasta en cosas pequeñas, sean justas o no. 

El rey enseñaba que estaba dispuesto a llevar la ley más allá de un límite razonable, a traspasar esa linea que contradecía el buen sentido y despertaba la odiosidad de los ciudadanos que se veían afectados por semejantes mandatos. Su soberbia no le permitió escuchar a otros y descalificó a su hijo, al considerar que un joven nada tenía que enseñar a una persona mayor. Por eso le preguntó: ¿Un hombre de mis años tendrá que aprender de un mozo de tu edad lo que vale el saber?  Esto nos resalta su afán de grandeza, al estimar que su posición de gobernante le convertía en dueño de la metrópolis. “Acaso la ciudad ¿No es de quien manda en ella?

Cuánta obstinación, soberbia y afán de grandeza

Antes de que continúen leyendo y ya que estamos llegando al final, como autor de este ensayo permítaseme la osadía de sugerirles que entren en YouTube y trasladen este enlace, es la música que escucho ahora: https://www.youtube.com/watch?v=-qRlczj3meE. Se trata de la  Orquesta Sinfónica de Cuenca, Ecuador, bajo la batuta del Maestro Michael Meissner interpretando magistralmente la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler, compuesta más de veinte siglos después del suceso narrado aquí.

En suma, tanto Antígona como Creonte, exacerbaron y encendieron aún más el conflicto, transformándolo en un callejón sin salida. Ambos afianzaron su postura sin abrir ninguna posibilidad al otro, ambos consideraban que sus principios eran inviolables, ambos, cada uno a su manera, cayeron en el hechizo de la  hybris (Aquiles fue el máximo exponente de esta definición que encierra la ambición inmoderada, la desmesura de querer asemejarse a los dioses). Y, como Aquiles, Creonte se embelesó en la suerte de poder ser omnipotente, se obcecó en hacer lo que quisiera con Tebas y sus habitantes. Creyó que todo le pertenecía.

Aquí, en este punto, apelando a la voluntad de dialogo y a la flexibilidad, Hemón le dijo estas palabras a su padre: Por muy sabio que sea no es dehonra que el hombre aprenda muchas cosas y se muestre inflexible. ¿No ves cómo en invierno sus ramas salva el árbol que sabe doblegarse cuando crece el torrente, que de raíz arranca al otro que resiste? También el navegante que mantiene sus velas tiesas y nunca cede terminará volcando el resto de su viaje navegando en la quilla. Vamos, frena tu cólera, revoca tu sentencia.

Y Antígona, deslumbrada por los destellos de algo que la convertiría en heroína inmortal, decidió entregarse al martirio que la elevaría a la gloria de los dioses. Dicen que el último que sabe del agua es el pez.

Estamos en un momento clave de la tragedia, Antígona va a ser encerrada viva en una cueva y el pueblo sufre por el terrible castigo que esta joven va a padecer. Comienza el descontento en la ciudadanía.

Mientras tanto el coro, en toda tragedia griega hay un coro, también decidió hacer una llamada al equilibrio: Si el hombre entrelaza las normas de la tierra y la justicia de los dioses permaneciendo fiel al juramento prestado, la patria se enaltece; indigno es el hombre cuando osa infringirlas. 

Aquí, el autor consideró pertinente manifestarnos que el conflicto se genera cuando entrelazamos las cosas de la tierra, las normas, las leyes, la fuerza del estado, lo que enaltece al gobernante con la justicia de los dioses. Es decir, con aquellos valores que los ciudadanos consideraban propios y que en esta obra es el simple y metafórico derecho a llorar y enterrar a sus muertos. De ahí que el coro, por la manera altanera en que se comportaba Antígona, cuestionara su osadía subrayando la importancia de la moderación, de la  sensatez. Advirtiendo que la prudencia podría haber evitado la catástrofe.  Escuchemos al coro: Abusaste llegando al colmo de la osadía. Respetar a los muertos es una honorabilidad valiosa, pero aquel que detenta el poder no soporta que nadie lo viole. Te ha perdido tu arrojo altanero. La fuente principal de la ventura es con mucho la prudencia. Es cosa de los dioses nadie sea irreverente. Palabras altaneras a la gente soberbia acarrean castigos atroces y, en su vejez, le enseñan la cordura.

Pero Antígona y Creonte no cedieron. O lo hicieron demasiado tarde y se aniquilaron. Ella sacrificó su vida, se ahorcó en la cueva y su gesta desencadenó un baño de sangre, provocando el máximo dolor en Creonte que quedó muerto en vida.

Cuando éste llegó a la cueva, arrepentido por su sentencia y dispuesto a la enmienda, ya era tarde, Antígona yacía muerta y victoriosa. Junto a ella, envuelto en un enjuague de llanto y desesperación, permanecía Hemón. Para elevar la tragedia, el autor de la obra hizo que el príncipe desenvainara su espada y la alzara para atentar contra el rey. El hijo deseó dar muerte al padre. Sófocles apuntó para que continuara creciendo la maldición de la saga, aquella que fue prevista por el oráculo, pero ahora envuelta en un parricidio consciente pues Hemón, al contrario que Edipo, sabía quien era su padre y rey. Creonte, para mayor infortunio, por voluntad del azar o del destino esquivó el golpe. O quizá lo hizo porque la mente febril del escritor quiso profundizar más en nuestras vilezas, al seguir rebuscando para infringir un dolor mayor. Siempre queda algo peor, algo que duela más que un simple golpe de espada o la muerte propia. Y lo encontró. ¿Acaso puede darse un máximo dolor al de ver agonizar a un hijo? ¿No quiso Yahavé, para medir la lealtad y fe de Abraham, pedirle que sacrificara a su primogénito en un altar?

Allí, sin tiempo para evitar el impulso de Hemón, Creonte vio morir a su heredero. Pero aún le quedaba más, la pesadilla no estaba completa.  Con el hijo entre sus brazos y desangrándose, destrozado por el horror y el error, seguido por su séquito personal y por el pueblo que alcanzó a congregarse ante la cueva, regresó a palacio. Todavía portaba al difunto apretado contra el  pecho, cuando le comunicaron que Eurídice, su esposa y reina, también había elegido el suicidio como arma arrojadiza.       

Antígona
‘Antígona’ en el Festival de Mérida | JERO MORALES

La interpretación que hemos hecho nos da elementos para hacer una última reflexión. Las fuerzas que identificamos no se acaban con la muerte de Antígona, tampoco con el derrumbe de Creonte. Para nuestra desgracia, ambas fuerzas son inherentes a la experiencia humana y, por lo tanto, más temprano que tarde volverán a aparecer. ¿Acaso no las reconocemos en nuestro presente, en las circunstancias de la actual pandemia que nos asola, en la inmadura prepotencia de nuestros políticos, en la glotonería de nuestro emérito y en nuestra falta de juicio para afrontar lo que le corresponde a nuestros derechos, a nuestra individualidad? ¿No vemos que los unos practicamos la imprudencia y los otros nos llevamos por la efímera vanagloria del guerrero o, cuando no, por el miedo que nos hace inoperantes e impotentes? ¿No portamos en los genes algún rasgo de Antígona, Edipo, Creonte, Hemón, Ecleofes, Polinices, Ismene, Eurídice, Yocasta y hasta del mismísimo coro y de Sófocles? ¿No venimos siendo polvo estelar, antes que animales de cuatro patas, dos y tres?

¿Desde cuándo traemos a cuestas que lo privado viva enfrentado a lo público, que las pasiones individuales choquen con la reglas colectivas? ¿Solo desde hace 2.500 años? ¿Nunca aprenderemos?

La tragedia en el teatro griego, como ya hemos dicho antes, no es para que nos demos al pesimismo, no. Es para que veamos el precio que pagamos por tantas miserias que nos consentimos, a cambio del gran poso de virtudes que nos permiten soñar. El mundo, nuestro mundo interior y exterior, está lleno de bondades y méritos por los que vale la pena vivir. Y reír de felicidad. Quienes sobreviven al desenlace de la obra, de la tragedia humana en la que nos sitúa el autor para que nos veamos representados, son los habitantes de Tebas. Sófocles sabe que nosotros, los lectores y espectadores del drama, seguiremos enfrentándonos a estos conflictos, si. Pero diciéndonos que, gracias al cultivo de nuestros saberes, lo haremos con un mayor grado de conciencia. Puede que la ignorancia sea la felicidad, o no. Puede que nuestro destino esté marcado, o no. Pero en el conjunto de experiencias y conocimientos acumulados por la humanidad, la cultura es el resultado del devenir histórico de la sociedad para el desarrollo humano, para que superemos nuestro barbarismo original y, a través de los artificios que ofrece la cultura, lleguemos a ser completamente humanos. Tal vez alcancemos la perfección natural del hombre, la civilización. Interpreto que, Sófocles, trató de decirnos que la cultura es un término relacionado con la idea de progreso y civilización. Que para ello debemos practicar un estado en el cual la ignorancia sea progresivamente abatida y las costumbres y relaciones sociales se practiquen en su más elevada expresión.

La civilización nunca será una instrucción terminada, requiere de un ejercicio constante que implique la readaptación progresiva de las leyes, de las formas de gobierno y de acrecentar nuestro conocimiento para ir dotándonos de recursos que nos permitan coexistir como seres de luz. A lo largo de nuestros milenios de historia, la violencia siempre ha surgido cuando se acaban nuestro recursos para el raciocinio y el diálogo. En todas las sociedades.

Pienso que es el momento, llegados a este punto, de volver a situarme en el propósito inicial que me ha traído hasta aquí, creo que he hablado bastante, puede que más de la cuenta. Ya he conseguido desperezarme, al principio les advertí de que tenía el día vago, y he utilizado esta historia que me ha ocupado dos días de noventa y seis horas para ponerme las “pilas”. Lo esencial, mi resumen de todo este análisis, es que no se pierdan esta nueva adaptación de ‘Antígona’.

Mejor que ahora les lleve a lo que han tratado de contar los actuales productores de esta obra que se exhibió en el Centro de Creación Contemporánea de Matadero Madrid.  Prometo que vivirán las mismas emociones que me invadieron a mí, más las suyas propias, es de lo que se trata. Yo simplemente soy el amanuense que cuenta la historia que escribió otro, ahora filtrada por mi capacidad de narrativa y empujado por la magia con la que un grupo de actores y actrices, rabiosamente magníficos ellos y ellas, han hecho que me valga la pena reestudiar dos obras de Sófocles con todo el rigor de mi madurez. Lástima que la primera vez que lo hice, hayá por mi adolescencia, más me guió el empalagoso e irreverente compromiso con el aprobado que las ganas de saber. Así que ahora escucho al coro, salen del libreto y se dirigen a mi juicio para recordarme lo que dijeron a Antígona:

Es cosa de los dioses nadie sea irreverente. Palabras altaneras a la gente soberbia acarrean castigos atroces y, en su vejez, le enseñan la cordura.

L. Ramón G. del Pomar.

Escrito por

1 Comentario

1 Comentario

  1. Coan

    5 mayo 2021 a las 12:22

    Estupenda

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