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Discapacitados somos todos

 

 

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Discapacitados somos todos

Tenía yo alrededor de 16 ó 17 años, poco antes de entrar en la Universidad, cuando Manuela, la amiga inseparable de mi madre, me propuso que diera clases particulares a su hija Silvia, de seis o siete años, que nació con síndrome de Down. Por supuesto, carecía de conocimientos de logopedia ni de educación especial pero le dije que sí porque adoraba a esa niña. Durante un año tuve la fortuna de encontrarme diariamente con un ser maravilloso, sensible, paciente, tranquilo, sin matices, sincero en extremo pero también dulce y feliz; siempre risueña y dispuesta a olvidarse del momento anterior para centrar su atención completamente en el presente. No tengo duda de que ella me enseñó a mí mucho más de lo que aprendió conmigo y siempre le estaré agradecido por ello.

Cuando había cumplido veinte años volvimos a encontrarnos en la calle como adultos y hablamos de aquella época, de cómo nos divertimos y lo que me dejó sin aliento fue la forma en que me atravesó con la mirada y condensó toda nuestra relación de un año en una frase: «Tú me enseñaste a cantar».

Puede que parezca una nimiedad pero para una pequeña de seis o siete años lo más importante no eran las matemáticas, ni el lenguaje o la escritura sino que conmigo aprendiera a cantar.

         Silvia me demostró ser una niña muy sabia y jamás podré considerarla discapacitada. Además, me emocionó con su recuerdo.

         Es evidente que estamos en un momento de crisis, -dicen algunos que ya hemos salido pero no explican que nos ha dejado tocados y casi hundidos-, y que la solidaridad con el más débil se ha convertido en un lujo alejado de nuestras posibilidades. No hay dinero para nadie y mucho menos para personas que no sean capaces de contribuir a la sociedad con un trabajo que les otorgue un salario menor del que merecen. Volviendo a mi experiencia, de lo que parece que no somos conscientes es de que absolutamente todos tenemos discapacidades: yo jamás seré un pintor ni medianamente reconocido, ni podré jugar al fútbol, ni enseñaré moda, ni ganaré un premio de manualidades. De hecho, creo que lo único que sé hacer c on cierta soltura es escribir y trabajar como lo hago.

         Los límites están para romperlos y eso también me lo enseñó una persona que aparentemente no estaba destinada a estudiar una carrera. Me refiero a Pablo Pineda, un síndrome de Down malagueño al que conocí durante unos días, antes de que protagonizara incluso una película y mientras estudiaba dos carreras. Su manera de razonar, de explicarse, distaba mucho de la imagen que tenemos de estas personas y esa pretendida diferencia no se detectaba excepto en su físico.

Me contaba una amiga que su hermano, también con síndrome de Down, cada vez que ve por la calle a otra persona como él, aunque no lo conozca de nada,  le abraza, le saluda y se marcha. Y no hay sorpresa en la cara del otro, al contrario, devuelve el abrazo y el saludo con una sonrisa en la boca. Como si ambos fueran conocedores de secretos que el resto desconocemos. ¿Y quién dice que no es así?

Recuerdo también el caso de una mujer anónima, autista, ciega y con una gran discapacidad síquica. Ella jamás ha visto un calendario ni es muy consciente del mundo a su alrededor, sin embargo, cuando le preguntas que día de la semana será el 8 de octubre o cualquier otro fecha del calendario en curso tarda apenas unos segundos en responder con asombrosa certeza y nunca falla. Yo jamás sería capaz de hacerlo y creo que la mayoría de los que nos consideramos inteligentes tampoco.

         Todos deberíamos hacer el ejercicio de ponernos en la piel por unos momentos de cada una de estas personas para entenderlas mejor, para ser más comprensivos y no tratarles con condescendencia o mirarles lastimeramente de reojo sino con la convicción de que somos iguales que ellos, que tenemos decenas de limitaciones que nos impiden hacer lo que hacen otros con facilidad y no por eso nos consideramos mermados. Ya sea porque carecemos de dinero, porque tenemos miedo o por cobardía; el hecho es que ni todos hacemos lo mismo ni es deseable que seamos iguales.

         Ojalá un día, la sociedad entera se echara a la calle para reivindicar el derecho de todo el mundo a una vida digna sin calificaciones ni clasificaciones en función de su estatus social y su aportación económica por su trabajo, porque estas etiquetas sólo dependen del límite que se establece en una sociedad concreta básicamente en función de la productividad; es decir: si trabajas hasta ese límite eres capaz, si no lo alcanzas tienes una discapacidad. El valor de una persona, no obstante, no tiene nada que ver con su precio en el mercado laboral. ¿O acaso alguien todavía lo duda?.

Jesús Toral.

Foto: Imagen de adamtepl en Pixabay

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